Pero la crisis no se limitaba a la economía. Había problemas, tal vez menos visibles pero de esencia más profunda para el proceso político peronista.
La conciencia social y la movilización de los sectores populares constituían la primera etapa de la transformación del país. A ello debería seguir un proceso de organización popular, que permitiría instaurar una democratización real del poder político. Se trataba de romper con el esquema liberal, donde el ciudadano limita su participación como tal al mero acto comicial.
Se trataba de introducir la organización política en todos los niveles, en todas las instituciones y organizaciones populares, sociales, económicas, culturales, para abrir nuevos cauces de participación que permitieran construir las bases de una democracia integral. “Yo creo, y soy un convencido de ello —diría Perón—, que no se puede practicar una democracia en ningún país del mundo, sin una organización popular. Si la democracia es el gobierno del pueblo, ¿cómo puede ejercerse desde el pueblo si no existe una organización que la haga real y efectiva?”.
Claro está que esta concepción implicaba la ruptura con toda una tradición de liberalismo, introducida a machacamartillo en la mentalidad de muchas generaciones de argentinos.
Implicaba contraponer a la democracia liberal, que concibe al ciudadano aislado frente al Estado —con la única mediación de instituciones específicas corporizadas en los partidos políticos— una concepción diferente, en la que la participación política tiñe todos los ámbitos de la vida diaria, y se encarna en todas las instituciones en las que el hombre desarrolla su actividad.
No se trataba por cierto de una tarea fácil, y requería el concurso de cuadros políticos sólidos, convencidos e imbuidos de una profunda mística militante.
Pero eso no se logró. Esa comprensión no penetraría en la dirigencia política peronista, que no lograría llevar a la práctica el planteo estratégico de Perón: no acabaría de entenderlo. Se conformaría con administrar las cuotas de poder a las que tenía acceso, recostada en la obsecuencia y la competencia doméstica, hasta convertirse en una pesada burocracia.
La dirigencia peronista era el producto de las circunstancias en que se había generado el movimiento: el repentismo y el espontaneísmo que colocaron a un conjunto de hombres de procedencias diversas, en torno a un caudillo que ejercía la conducción de un modo verticalista. Viejos dirigentes de origen radical o conservador, nacionalistas, hombres provenientes de la actividad gremial, socialistas o anarcosindicalistas incorporados al laborismo. Un amplio mosaico ideológico, que albergaba también diversas aspiraciones personales.
Había allí desinteresados e idealistas, pero también arribistas que aspiraban a las prebendas y ventajas propias del cargo oficial. Faltaba, y esto era notorio, unidad ideológica y claridad con respecto al proyecto político que Perón iba delineando. En consecuencia, se imponía por necesidad la conducción vertical de este último.
Pero tal centralización del poder, ineludible en los primeros momentos y útil para la toma rápida de decisiones que las transformaciones inmediatas exigían, tendría también sus perjuicios: las sobrecargas que implicaría para Perón, unida a la tendencia al eclipsamiento de los colaboradores con capacidad e iniciativa, daría lugar a la formación de una telaraña de obsecuentes. Una burocracia que se acostumbraría a asentir siempre, a adular y aplaudir los más mínimos gestos de Perón y Eva Perón, sin aportar ideas ni iniciativas.
Se empeñarían en una competencia desmesurada por ganar los favores del líder y su esposa, por ascender en la estructura partidaria, sin otro objetivo que el poder mismo o —lo que era peor— la obtención de las ventajas personales.
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Esto último —las pequeñas corruptelas, los favores, los negociados— no resultaba sorprendente ni sería patrimonio exclusivo del peronismo. Los favoritismos políticos habían sido frecuentes en la tradición conservadora y radical. Por lo demás, la lucha por obtener ventajas económicas no podía extrañar en un movimiento que había ampliado la base de reclutamiento de los cuadros políticos, ubicando a gente que venía de capas inferiores de la escala social.
Tal vez, eso sí, las corruptelas peronistas fueran más visibles y menos elegantes que los grandes negocios de los gobernantes de otros tiempos, que eran a la vez abogados de compañías inglesas. Pero eso posibilitaría a la oposición batir el parche del peculado, hasta lograr que buena parte de la opinión independiente —en especial la clase media— lo identificara indisolublemente con el gobierno peronista.
Todo eso servía para entorpecer y dilatar la tarea organizativa que era urgente llevar a cabo. El trabajo político se suplía con la obsecuencia, que en vez de sumar a los sectores independientes al proyecto nacional, sólo lograba apartarlos al destacar ante los ojos de la clase media aquellos rasgos del régimen que más irritativos le resultaban.
Legisladores, gobernadores e intendentes rivalizarían por dar el nombre del presidente y su esposa a calles, ciudades, escuelas, estaciones y hospitales. Esto llevaría a Arturo Jauretche a reflexionar: “Cuidado, que cuando todo suena a Perón, es que suena Perón”.
También la propaganda oficialista pecaría de torpe y excesiva. Los mensajes y las pruebas de adhesión repetidas hasta el hartazgo, rutinarios y cansadores, no alimentarían una convicción que, en el pueblo, no necesitaba ser reforzada por esos medios.
Las afiliaciones obligatorias de trabajadores públicos, otra exigencia de algunos funcionarios anhelantes de “sumar puntos” sólo servirían para enfurecer a los opositores y molestar a los independientes. El peronismo tenía sobrado sustento popular y lo apoyaba en hechos concretos. No necesitaba esos remedos de devoción. No se haría así una revolución.