A esa adversa evolución de los términos del intercambio, se sumaron serias perturbaciones de orden interno. En primer lugar, determinadas por factores climáticos: dos sequías extraordinarias castigaron al campo argentino, reduciendo severamente los planteles ganaderos, así como la proporción de superficies sembradas, muy por debajo de los niveles históricos en las campañas 1949/50 y 1951/52.
De una comparación con la producción obtenida en 1950/51 —que fue una campaña agrícola normal—, se deduce que en las dos temporadas afectadas por el referido fenómeno climático se perdieron alrededor de 5.000 millones de toneladas de cereal, equivalentes a unos 1.000 millones de dólares. A esto se sumó la mortandad de ganado y la pérdida de campos de pastoreo, que entorpeció el engorde y cría, con un impacto sobre la balanza comercial de aproximadamente 400 millones de dólares.
Hay que tener en cuenta también que el aumento sostenido del consumo interno, por la mejora en el nivel de vida de la población, había restado a la exportación cerca del 80% de la producción agropecuaria (la antigua prosperidad exportadora se había apoyado, más en la existencia de saldos reales, en la miseria y el subconsumo), orientándola hacia el mercado local. Los efectos de las sequías se dejaron sentir en el consumo de la población, ahora habituada a una alimentación variada y abundante: faltaron carne y productos lácteos y el pan blanco, al que los argentinos estaban acostumbrados, se vio oscurecido al adicionarse centeno y mijo a la harina de trigo.
La acción combinada de estos factores colocó al sector externo en una situación sumamente difícil: consumada ya la fase sustitutiva de importaciones en la industria liviana, la continuidad del proceso hacía necesario acometer nuevas etapas que exigirían crecientes importaciones de bienes de capital e insumos industriales.
La economía argentina había crecido y se volvía más compleja, con lo que aumentaban sus requerimientos tecnológicos y energéticos, con la consiguiente mayor necesidad de divisas. La desaceleración del crecimiento de la actividad económica interna a causa de las restricciones externas, provocaría una paulatina reducción en la oferta de bienes.
También obligaría a desplazar la absorción del empleo desde la industria a los servicios, y en especial al sector público, incrementando el déficit estatal.
El gobierno persistió, no obstante, en los objetivos básicos de su política, manteniendo la expansión del gasto público y los salarios altos. Por consiguiente, aparecieron presiones inflacionarias: los precios mayoristas treparían un 50% en 1951.
Aunque hoy pueda parecer irrisorio, ese nivel de inflación produjo comprensible alarma. Obedecía, fundamentalmente, a la reducción del crecimiento y la productividad de la economía manteniéndose alta la demanda, así como el traslado a los precios de los aumentos de salarios.
Con las dificultades ya apuntadas en el sector rural, el gobierno ya no podía apelar fácilmente a la transferencia de ingresos como forma de facilitar el desenvolvimiento industrial y los altos salarios. La inflación dificultaba el crédito barato y —según apuntaría Aldo Ferrer— “la restricción externa impedía, al mismo tiempo, que la expansión de los salarios y del consumo privado aumentara las ganancias por la vía de una mayor utilización del parque industrial”.
La armonización de intereses obrero-empresarios se haría difícil, generándose síntomas de inquietud social, como las huelgas desarrolladas en procura de mayores salarios en 1949 y 1950.