Era indudable que a la conjuración internacional desatada contra mi persona, como cabeza visible del Movimiento Justicialista, le bastaba su ingrediente básico imprescindible: convertirlo en una cruzada espiritual contra la indiferencia materialista, que a mí particularmente, se me atribuía.
Los pretextos, a cuál más risible, no tardaron en ofrecerse. Hechos tan incontravertibles como el haber estado enjugando los déficits de la publicación oficial de la Curia, el diario "El Pueblo", son tomados, en un momento dado, como prueba del "contralor de las informaciones religiosas". Cuando las partes perdieron la mesura, y en esto admito haber actuado no sólo como católico, sino como primer magistrado de la República, comenzó la etapa final de nuestro Gobierno, la del desbande. Tal sensación era fácilmente perceptible hacia fines del año 1954.
Los hechos se engarzaban como rosario de pobre. Cuando yo realicé una consulta que me permitiera captar la oportunidad de la separación de la Iglesia del Estado, la furia conjunta de los elementos clericales, que luego emergerían a la palestra con el nombre de demócratas cristianos, llegó a su paroxismo.
Se me empezó a atribuir miras y propósitos completamente reñidos con mis sentimientos confesionales de católico. Justo sería advertir que en la pugna entre el Estado argentino y la Iglesia, ambas partes se vieron azuzadas con extrema habilidad en el sentido de adoptar formas de creciente virulencia. Nosotros también sacamos el problema a la calle; pero mientras nosotros organizábamos un mitín o una manifestación, ellos orquestaban miles de mitines diarios desde dos mil púlpitos. En las filas de los respectivos poderes en entredicho se exteriorizaba la labor de agentes provocadores que respondían a antiguos resentimientos.
Aquí es lícito hablar de factores supranacionales. Ya se sabe que el vaticanismo, la masonería y el judaísmo, aparecen sistemáticamente unidos cada vez que se les disputan en las áreas nacionales el predominio del poder del espíritu, del poder político o del poder del dinero, que ellos juzgan de su exclusiva competencia.
Y así vino a sumarse al aludido desenfoque una sistemática campaña de vilipendio que subvencionaba la masonería inglesa del Rito Escocés, con el príncipe "consuerte" a la cabeza, que tenía su riñón en las filas de la oficialidad de la marina, y sus epígonos más audaces en los nacionalistas "conservadores" de extracción ultrareaccionaria, si así pueden ser calificados los Goyeneches, los Amadeos, los de Pablo Pardo, especializados en fraguar y fabricar cuanto documento sirviera a los propósitos de alejar a la Iglesia de la causa del pueblo y, de ser posible, provocar una guerra civil que concluyera de raíz con el poder político ejercido por nuestro movimiento.
A todos ellos los he visto después defendiendo principios que a mí personalmente juraban abominar un decenio atrás. Su habilidad de trepadores les ha permitido cabalgar sobre dos caballos a un mismo tiempo.
Nuestro error básico quizás haya consistido en no considerar a la lucha entablada contra el Peronismo como un fragmento de la lucha secular contra Inglaterra, esto es, en defensa de nuestra soberanía integral. Pecamos de ingenuos hasta decir basta al no advertir que la Gran Bretaña se mostraría dispuesta a movilizar los estamentos espirituales de la argentina, a pactar con el demonio, a solventar las actividades nacionalistas incluso, con tal de salirse con la suya.
Las hilanderías de Bristol no se mostraron ciertamente remisas en sacrificar el producto de un solo ejercicio anual destinándolo al pago de los planes conspirativos. A los pocos meses, esas tejedurías se cobraban multiplicada por cien su inversión a corto plazo. En este aspecto, la Iglesia argentina ha sido una víctima más de esta vulgar estratagema churchilliana.